El origen de los apellidos

Hoy en día no concebimos que alguien no tenga apellido. Pero no siempre fue así.
Empecemos desde el principio: ¿para qué sirve un apellido? Básicamente, para diferenciar a unas personas de otras. Acordaos de vuestra época del colegio: si había tres niñas llamadas María, automáticamente se las llamaba por su apellido. En cambio, en épocas pasadas, cuando en los pueblos solo había un Juan, todo el mundo sabía a quién te referías con solo decir su nombre. No había necesidad de especificar más. Así que, en ese contexto, los apellidos no tenían mucho sentido.
Durante el siglo IX, los nobles y los cargos eclesiásticos comenzaron a firmar los documentos con un nuevo elemento: tras el nombre de pila, escribían el nombre del padre en genitivo (recordemos que los documentos se redactaban en latín). En los siglos siguientes, esta costumbre empezó a extenderse a todos los estratos sociales, también al pueblo. Eso de querer imitar a los de arriba no es algo nuevo.
En esta expansión, no solo se utilizaba el nombre del padre, sino también otros factores que identificaban a la persona: en algunas ocasiones, el lugar de procedencia; en otras, alguna característica física o moral.
Un dato curioso al que aluden los autores del Diccionario de los apellidos españoles es la pérdida de diversidad onomástica durante estos siglos:
El estudioso catalán Francesc B. de Moll nos muestra, merced a la documentación medieval, cómo se fue empobreciendo progresivamente la onomástica: en documentos del siglo X, sobre un total de 238 individuos, se registran 172 nombres distintos […], y casi se puede decir que cada persona tenía un nombre distinto (1 nombre por cada 1,3 personas); sin embargo, esta relación se reduce a 1 nombre por cada 3 personas en el siglo XI, y a 1 nombre por cada 6 personas en el siglo XII.
— Faure, Roberto; M. A. Ribes y A. García. Diccionario de los apellidos españoles. Madrid: Espasa Calpe, 2001.
Es decir, esta pérdida de creatividad a la hora de poner nombres fue una de las causas que impulsaron la necesidad del uso de apellidos.
Otro dato importante a tener en cuenta es que los apellidos no eran hereditarios tal como los entendemos hoy en día. Existía una libertad casi absoluta para escoger el apellido entre los de los ascendientes. Si bien es cierto que había algunas restricciones, estas estaban dirigidas fundamentalmente a evitar un uso malintencionado. Por ejemplo, si alguien tenía un abuelo o abuela con un apellido que sonaba de más alta alcurnia, era habitual que sus descendientes lo eligieran. Imaginaos lo que supone estudiar la genealogía de una persona en estos siglos… ¡es casi misión imposible!
Entre los siglos XIII y XV se fue expandiendo la costumbre de hacer hereditario el apellido o nombre de familia. Esta práctica quedó consolidada con la orden del Concilio de Trento, en 1563, que obligaba a todas las parroquias a registrar los nacimientos, matrimonios y defunciones de sus feligreses.
Aun así, a inicios del siglo XIX, aunque existían patrones generalmente aceptados por la sociedad, la adopción de apellidos seguía siendo un derecho propio de cada individuo. Así como lo leéis: hasta hace unos 150 años no existía una ley que regulara oficialmente el uso de los apellidos.
Fue exactamente en el artículo 48 de la Ley del Registro Civil del 17 de junio de 1870 donde se estableció que la inscripción de los españoles en dicho registro debía realizarse con los apellidos de los padres, y se fijó además la grafía del apellido.